domingo, 11 de abril de 2010

Sursum Corda!

“Con mi mirada interior reparaba en mí mismo entero, tal como soy: mi cuerpo, mi alma y todas mis potencias, y situaba en torno a mí a todas las criaturas creadas por Dios en el cielo y en los cuatro elementos, cada una en particular, con su nombre: los pájaros del cielo, los animales del bosque, los peces del agua, las plantas y la hierba de la tierra, los incontables granos de la arena del mar y las partículas de polvo que brillan en los rayos del sol, y todas las gotitas de agua del rocío, de la nieve o de la lluvia que jamás han caído ni llegarán a caer; y deseaba que cada una de estas cosas tuviera un juego de cuerdas suaves y penetrantes que yo pudiera tocar [como las de la cítara], fluyendo de la esencia más íntima de mi corazón, y que así se elevara una nueva y noble alabanza al amable y tierno Dios, por toda la eternidad. Y a continuación, misteriosamente, los brazos de mi alma se abrían y se extendían, llenos de amor hacia todas las criaturas con la intención de hacerlas cantar legremente [...]: ¡Sursum corda!

[...] En mis pensamientos acogía a mi corazón y al corazón de todos los hombres y consideraba qué gozo, qué alegría, qué amor y paz comparten aquellos que entregan su corazón entero a Dios y, por el contrario, las perturbaciones y sufrimientos, penas e inquietudes que padecen los que se atan al amor efímero. Y, con gran deseo de mi corazón, gritaba a esos corazones, allí donde estuvieran, en cualquier parte del mundo: ¡Ánimo, corazones prisioneros, salid de los estrechos lazos del amor efímero! ¡Ánimo, corazones dormidos, salid de la muerte del pecado! ¡Ánimo, corazones vanos, salid de la tibieza de vuestra vida perezosa y blanda! Volveos hacia el Dios de amor, con una conversión libre y total: ¡Sursum corda!” (Vida c. 9, 172)

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